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Junto a la Virgen del Carmen: Experiencia de la ternura, por Daniel de Pablo Maroto

En el mes de julio toda la familia carmelitana recuerda a su Patrona, la Virgen del Carmen. En las iglesias de los frailes y las monjas carmelitas se celebran triduos y novenas en su honor, con cánticos, sermones y plegarias para concluir con la procesión de su imagen por las calles de nuestras ciudades. Para vivir mejor este marco festivo nada mejor que recrear la memoria histórica de los orígenes de tan entrañable y universal devoción.

Retazos de historia.

Aunque parezca mentira, la orden del Carmen, que desde muy temprano se proclamó eminentemente mariana (“Totus marianus est Carmelus”), no encuentra mencionada a María en su Regla o estatuto fundamental de vida, escrita en los primeros años del siglo XIII. A muchos les parecerá una paradoja, una contradicción. Sin embargo, dos razones, al menos, desmienten esa ausencia de María, colman el silencio de la Regla de San Alberto, patriarca de Jerusalén, y explican el marianismo de la orden.

La primera se deduce de una exégesis profunda del texto fundacional, más allá de una lectura material, que nos descubre a María como Señora del Monte Carmelo y Madre de los carmelitas. Dice el prólogo de la Regla que el carmelita debe “Vivir en obsequio de Jesucristo”. Esta breve fórmula significa que los guerreros cruzados (los primeros ermitaños carmelitas) que se juntaron junto a la “Fuente de Elías” en el Carmelo, consagraron su vida a Jesucristo como Señor de la Tierra Santa, de la misma manera que lo hacía un vasallo con el señor feudal. El “servicio” de vasallaje a Cristo de los soldados occidentales no era una profesión bélica, sino un “obsequio” de vida contemplativa en el desierto, de ascesis evangélica bajo la obediencia de un superior.

La mentalidad feudal en la que se escribe la Regla nos ayuda a entender el marianismo implícito en la misma. Aquellos piadosos ermitaños del Monte Carmelo, imitadores y seguidores de Jesucristo, lo fueron, por la misma razón, de su madre terrena, la Virgen María. Las dos figuras, Cristo y María, eran para ellos inseparables en la vida y en el culto. La tierra santa de Jesús era también la tierra santa de María, la Virgen del Carmelo.

Pero no se trata sólo de una deducción lógica, sino de una constatación documental. Se sabe que, al menos desde mediados del siglo XIII, aquellos ermitaños rindieron un culto especial a la Virgen María edificando en medio de sus rústicas celdas un oratorio dedicado a ella en señal de vasallaje. Al ser el titular de la capilla, los ermitaños aceptaban a María como su patrona y protectora, y -por la misma mentalidad medieval a la que hemos aludido- se consagraban a su servicio, como ella misma se había consagrado a su Hijo. En consecuencia, el vasallaje, originariamente de tinte cristológico, adquiría una dimensión también eminentemente mariana. Con la profesión religiosa de los consejos evangélicos, el ermitaño del Carmelo se consagraba al servicio de Cristo y de María. Para ellos era la Señora del lugar, Santa María del Monte Carmelo.

Y la segunda razón de su marianismo lo prueba el desarrollo histórico de la orden del Carmen, tanto en su tronco primitivo, los carmelitas calzados, como en la Reforma de Santa Teresa de Jesús. Es en la historia donde aparece la orden impregnada de teología en sus grandes escritores y de piedad mariana en la liturgia y en las devociones populares celebradas en sus iglesias. Según una antigua tradición, desde mediados del siglo XIII, se difundió la devoción al Escapulario del Carmen. Y junto ella, la celebración de la misa sabatina, el canto de la Salve, la difusión de la cofradía de la Virgen del Carmen, la dedicación de las iglesias a la Señora, las imágenes que las adornaban, etc.

Las leyendas, los mitos y los símbolos.

Dos figuras aparecen en el imaginario colectivo de la orden: Elías y María. Los carmelitas vieron en el profeta Elías a su padre y fundador porque practicó la vida eremítica y contemplativa en el mismo lugar donde ellos habían nacido, el Monte Carmelo. Interpretaron la “nubecilla” que surgía del mar (Reyes, II, 18, 44), y que contempló Elías, como preanuncio del nacimiento de María virgen y madre, fecunda de frutos e inmaculada. Todos los seguidores del Profeta en el A. Testamento -según las tradiciones de la orden- abrazaron la fe cristiana y son, de alguna manera, los ancestros de los carmelitas; además, los eremitas del Monte Carmelo visitaban a la Sagrada Familia en Nazaret y consideraron a María como una hermana porque, como ellos, practicó la virginidad. A María dedicaron pronto la primera capilla.

Los mitos, los símbolos y las leyendas son un lenguaje cifrado, una forma de expresión más allá del significado verbal. Los grandes ideales del Carmelo se esconden tras estas aparentes o reales fantasías y son un espejo donde el carmelita se mira. Elías y María son los modelos de contemplación y acción, de eremitismo, soledad y espíritu andariego, de fe y caridad, de consagración a Dios y a los hermanos. La Madre Teresa, cuando pensó en renovar la orden del Carmen, miró a esos antiguos paradigmas: a Elías, a los Santos Padres nuestros, a María, la Reina, la Patrona, la Señora y Reina del Carmelo. ¡Ojalá que la familia del Carmelo no pierda de vista este lejano, pero siempre actual, modelo que es la Virgen del Carmen!

DANIEL DE PABLO MAROTO, OCD

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