“Al despertar me saciaré de tu figura” (Salmo 17,15)
Vivir con plenitud la última etapa de esta vida terrena es un arte, requiere un cierto aprendizaje. No se trata de adquirir nuevos conocimientos, ni de realizar prácticas saludables, sino de caer en la cuenta de que en el interior de cada persona anciana habita la vida en plenitud, vida que no muere nunca y que desea, ya, romper la última tela para gozar del encuentro definitivo con el Padre, el Hijo y el Espíritu.
Esta última etapa de la vida se caracteriza porque cesan las actividades laborales, se apagan las múltiples tareas con las que se ha ido tejiendo el día a día y van emergiendo las pérdidas físicas, psíquicas, morales, espirituales que empujan a soltar, a desprenderse de todo lo que se acumula innecesariamente, a vaciarse de aquello que hemos retenido, a soltar aquello a lo que nos hemos aferrado y no nos pertenece. A la tarde… solo queda el amor.
En esta etapa de ‘decrecimiento’ y, a la vez, de crecimiento y madurez espiritual, es donde decidimos el sentido final de la vida, la entrega gratuita y confiada en la noche: “Sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía” (San Juan de la Cruz), o la queja amarga, el revolver los recuerdos, el girar alrededor del propio ombligo. Cada persona decide cómo quiere esperar el nuevo amanecer, la vida eterna.
Si estamos atentos al interior, esta etapa es de gran lucidez, frágil pobreza y sabiduría amorosa. “Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios… Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste” (2 Cor 5,1.2). Por ello: “Con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Co 12,9).
La Palabra de Dios nos invita a revestirnos de la fuerza de Cristo, a entrar en el misterio de Dios, a ir más allá de nuestros saberes, a echar raíces en otra tierra, hasta ahora desconocida. Nos impulsa a descalzarnos, asombrarnos y adorar el misterio del nuevo nacimiento que está a punto de suceder, el encuentro del “¡Amado con amada, amada en el Amado transformada!” (San Juan de la Cruz). Aunque no lleguemos a entenderlo totalmente ni por qué ni cómo, Dios nos va haciendo, nos va llevando hacia sí, suavemente, delicadamente, sorprendentemente, amorosamente.
Nos disponemos a afrontar este encuentro con una actitud de radical confianza, en aquel que sabemos nos ama. Sea como sea este tiempo de espera, estamos seguros de su presencia y su compañía. “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan”(Salmo 22).
Y aunque la belleza física no es lo que aparentemente percibimos, es precisamente en la vejez, cuando mejor se refleja la dignidad con la que fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios” y cuando se sigue dando fruto, de otra manera: “En la vejez seguirá dando fruto”(Salmo 91).
Ya no es tiempo de hacer sino de dejarse hacer, dejar que Dios nos haga. Los frutos son: El nuevo aprendizaje de la docilidad en las manos de Dios, se estrena una soledad sonora, una presencia envolvente, que cuida y protege, se saborea una nueva intimidad con Dios más auténtica, más silenciosa, más gratuita, se ensancha el corazón con la presencia de los muchos nombres que están escritos en él y brota la memoria agradecida a Dios y la súplica e intercesión por tantos y por todos.
Sea lo que sea, suceda lo que suceda, nuestros ojos están siempre fijos en Jesús: Camino, Verdad y Vida. Él, en los últimos momentos de mayor dolor, soledad y desnudez, se abandonó, se entregó confiado a su Abbá. La cruz sabe a fracaso y pasividad, sin embargo es el final del amor. El camino hacia la plenitud humana se vive en esa clave pascual: dejarse en las manos de Dios para que nos configure con su Hijo, Jesús, ¡el Señor!
Una súplica brota en todo momento: “Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 90,12).
Rosario Gil cm