El torrente de amor misericordioso con el que Dios había desbordado el corazón de Teresa no la sumió en un intimismo egoísta y estéril. Al contrario, frente a un mundo que «estase ardiendo», urgía compartir el valioso tesoro que Dios había depositado en ella. Y, a pesar de las limitaciones con que la sociedad la castigaba, por ser mujer y judeoconversa, Teresa se empeñó en «hacer eso poquito que era en mí» para transformar la realidad. Alrededor de la madre, se formó un pequeño grupo de mujeres que quisieron compartir con ella esta aventura. El nuevo estilo de vida se expandió a diecisiete conventos en vida de Teresa. En el Libro de las Fundaciones se puede constatar que cada nueva comunidad es una verdadera epifanía de Dios, una manifestación de su voluntad y poder. «Ahora comenzamos y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor». Es la consigna de la madre a las futuras generaciones, pues sabe que, si lo hecho hasta entonces es «obra de Dios», el Señor seguirá actuando en sus hijos en esta casa sin techo.