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Y nos abrió su corazón

Este post quiere ser agua fresca y gozo para todo corazón que quiera vibrar al ritmo del Corazón de Cristo.

Se abre la puerta de una casa para dejar entrar; se abre la vida cuando se quiere compartir; se abre el corazón cuando se quiere regalar. Jesús nos abrió su Corazón para darnos lo mejor que tenía.

“Y NOS ABRIÓ SU CORAZÓN”, para que arraigados y cimentados en el amor, podamos comprender con todos los creyentes la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo; un amor que supera todo conocimiento y nos llena de la plenitud misma de Dios” (Ef 3,17-19).

“Y NOS ABRIÓ SU CORAZÓN”, para dejarnos entrar en su intimidad y gustar sus amores (Cant 2,10-14), para desvelarnos sus sentimientos y enviarnos a encarnarlos en el mundo (Filp 2,1-5).

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Han pasado muchos siglos desde que un grupo de gentes de Galilea se sintieron fascinadas por Jesús y comenzaron a seguirle. Hoy, Jesús nos sigue sorprendiendo, sólo que a escala más universal. Nos encontramos con él en las encrucijadas de los caminos; vemos cómo gentes tan diferentes, como pueden ser presos o monjas de clausura, jóvenes voluntarios o jubilados con tiempo sin tasa para los demás, experimentan su amor sin fronteras. Si pensamos que el cristianismo, por los años, debiera ser a estas alturas una casa destartalada, nos sorprende la creatividad y belleza, el compromiso y la comunión que se sus-citan allí donde alguien vive la amistad con Jesús. ¿Qué tiene Jesús? ¿Qué esconde en su corazón? ¿De dónde sale tanta ternura, tanto amor? Ya no queremos sólo su pan y su ternura, que-remos saber lo que llevaba en el corazón. «Ábrenos, Jesús, tu Corazón y muéstranos el misterio que te embellece, danos la oración de tu corazón: el Padrenuestro».

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«Un monje andariego halló, en uno de sus viajes, una piedra preciosa, y la guardó en su talega. Un día se encontró con un viajero y, al abrir su talego para compartir con él sus provisiones, el viajero vio la joya y se la pidió. El monje se la dio sin más. El viajero le dio las gracias y marchó lleno de gozo con aquel regalo inesperado de la piedra preciosa que bastaría para darle riqueza y seguridad todo el resto de sus días. Sin embargo, pocos días después volvió en busca del monje mendicante, lo encontró, le devolvió la joya y le suplicó: Ahora te ruego que me des algo de mucho más valor que esta joya, valiosa como es. Dame, por favor, lo que te permitió dármela a mí»‘ (A. de Mello)

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