El otro día hablando con una amiga, me quedé realmente con el corazón encogido pero de emoción.
Es una mujer que hizo la primera comunión a los 7 años, y ¡parecía que fuese ayer! Sí, por esa ilusión, ese enamoramiento tan grande del Señor. Con más de sesenta años, me hablaba de tal forma de la Eucaristía, de todo lo que siente en la misa, de esa vivencia tan grande de Jesucristo que se nos da, que me producía una enorme emoción.
Me decía que desde que desde los siete años, podría contar los días que no había acudido a misa. Y no a misa de precepto sino que se refería a misa diaria. Al hablar del Señor, su rostro, sus palabras, su mirada desbordaba de amor por Él. Afirmaba: es que mi vida sin Él no es nada. Todo el día lo llevo conmigo y le cuento mis cosas, pienso a todas horas con Él, y es que lleva mi vida.
Me impactó esa fe tan auténtica, tan sencilla y evidentemente en Cristo vivo y muy cercano. Una fe tan maravillosa. Su mayor sufrimiento era poder caer en la rutina cuando va a misa. Sería tremendo para ella. Si dejase de querer a Cristo o dejase de ser el centro de su vida, para ella sería su perdición. Mujer de enorme humildad y entregada a los demás. Los siguientes días yo seguía maravillada.
Esta mujer es del Señor, y está llena de su Espíritu, de su luz. Y su amor es tan fresco, tan intacto.
Y afirmaba con emoción que por este amor, venderías todo para no perderlo y que además es un amor que quieres que todos conozcan y sientan, no es como el amor humano que crea envidias y celos. No, este amor por el Señor, deseas que todos lo sientan y lo hagan suyo. Y yo pensaba que así es, cuando tu corazón se desborda por el amor al Señor, solo quieres gritar a todos: ¡el Señor te ama, el Señor te espera!
En ocasiones he pensado ¿cómo es nuestra Fe? Y es que lo tenemos todo muy cómodo y eso a veces, como dice el Papa Francisco, nos hace tibios. Asimismo, si la misa se convierte en rutina, si dejamos de hacer oración, si vamos por cumplir. Entonces como dice mi amiga, nos engañamos. Me he preguntado en alguna ocasión: si tuviésemos que andar 5 o 10 kilómetros para ir a misa los domingos, ¿cuántos lo haríamos? Y es que si le amamos tal como decimos, si nuestra Fe está viva y Él es nuestra fuerza, nuestra luz, el centro de todo, tendríamos que correr con entusiasmo a su encuentro.
Conocer a esta mujer ha sido providencial. Ha venido del Señor y se valió del libro que he escrito (Historia de un reencuentro). Coincidía con ella a veces en misa y un día me puso Cristo que le dijese que había escrito el libro y si quería comprarlo. A partir de ahí estuvimos en contacto porque además, le ofrecí mandarle al móvil las pequeñas reflexiones que escribo diariamente y le pareció bien.
Cristo me ha hablado a través de ella. La primera vez que mantuvimos una conversación más larga fue hace poco tras haberse leído el libro. Parecíamos almas unidas y con deseo de compartir las vivencias de ese amor tan grande por el Señor. Para mi camino ha sido maravilloso porque es un ejemplo de vida de fe plena. Esa alegría, ese entusiasmo, esas ganas de llorar de tanto amor que sentía me desbordaban. ¿Cómo me ha hablado el Señor? Pues respondiendo a esos miedos que muchas veces nos entran. Señor ¿ese amor que siento y que me das se acabará? ¿Caerá en la rutina? Señor puedo amarte más, pero sobre todo quiero crecer en humildad.
Con esa conversación ante una taza de café, Cristo me desbordó. Me dijo: yo siempre estoy a tu lado, todo lo que te doy es por gratitud, tú cógelo, ven a mí cada día y mi Espíritu hará en ti.
Cristo cada día se nos da en la Eucaristía, lo más grande que tenemos. Revivir su pasión, tener la certeza de que viene, tener la certeza de la salvación gratuita que nos regala. Vivir el gran amor que nos tiene por su entrega, por su sufrimiento, por hacerse hombre por nosotros.
Pan de vida, fuerza para el día a día, purificación de nuestra alma.
Los cristianos tenemos lo más grande que pueda existir en el mundo. Tenemos a Jesucristo vivo entre nosotros, que nos acoge, nos escucha, nos consuela y nos ama. Que perdona y que nos salva, sin pedirnos nada. Y realmente solo nos pide una cosa: que creamos. Solo eso. Creer en Cristo. Un Cristo vivo y resucitado que nos espera a cada momento, que hace suyo nuestro sufrimiento, nuestras cargas.
Y siendo conscientes de la inmensidad de su amor, solo cabe alabarle y darle gracias cada día. Un corazón enamorado de Él, no puede esconder ese amor, sino que te empuja a salir a la calle e intentar que todo el mundo sepa de Él, que todos abran su corazón para dejarle entrar en sus vidas y poder tener un encuentro personal con Él.
Quizá alguien lea este artículo y todavía sienta a un Dios lejano. Recuerdo que cuando era joven, para mí, Dios era algo muy lejano. Y es verdad que sentirlo así impide vivir la fe plena, porque no puedes dirigirte a Él con cercanía, con amistad. Todo se siente lejano. Pero cuando te encuentras con Él, es que la vida cambia, porque te das cuenta de que tu vida no vale nada sin Él, de que no somos nada sin Él. Entonces comprendes que todo nos es regalado, nuestros dones, nuestra vida. Cristo cuando le dejamos entrar en nuestro corazón nos lo roba para llenarlo con su amor, con su luz, con su fuerza.
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